Cuando llegó el señor Pékerman a dirigir a la Selección Colombia, buena parte de la prensa especializada (que le cogió bronca rápidamente porque, a diferencia de otros técnicos, no le dejaba meter las narices en la concentración) empezó a cuestionar el haber traído un técnico extranjero porque existía supuestamente el riesgo de que nuestros jugadores "perdieran la identidad". Ante este tipo de afirmaciones, que, además, no son nada nuevas en el entorno local, me planteé los siguientes interrogantes: ¿Qué se entiende por la identidad en el fútbol? ¿Vale la pena cuidarla y preservarla? ¿Es preciso ceñirse a ella?
De acuerdo a lo que le he oído decir a los que se dicen periodistas deportivos en este país durante los casi tres decenios que llevo siendo un aficionado al fútbol, lo que vendría a llamarse la "identidad" del equipo colombiano equivale a mantener el balón pegado al piso, realizar pases cortos (el popular "toque-toque"), hacer eventuales cambios de frente, y, a punta de habilidad y regate, abrirse paso hacia el área rival para definir. Este estilo también tiene, se supone, una formación que la favorece: línea de cuatro en defensa, doble pivote, un par de volantes ofensivos y dos puntas: 4-2-2-2. Como la "generación dorada" del balompié criollo, la del "Tino", el "Pibe" y Leonel, jugaba así, se considera que ese estilo le es natural al nacido en estos pagos. Pero el tema no se detiene ahí ni es propio del medio local. Traspasa fronteras y se habla, por ejemplo, de una "identidad" en la selección brasilera (individualismos, toques rápidos en mediocampo, laterales lanzados al ataque), en el combinado alemán (potencia física, juego aéreo, pases largos) y en la escuadra italiana (remember "il catenaccio"). Muchos se sienten dolidos y un poco agredidos cuando algún entrenador llega a subvertir este orden que pareciera, si uno oye hablar a estos dolientes, designado por el dios del fútbol desde el principio de los tiempos.
Ya que he mencionado a Italia, vale la pena detenerse allí y mirar lo que ha sucedido recientemente. En este país europeo, se tendía a ponderar la defensa cerrada, la marca férrea, la destrucción de juego antes que la creación, el pelotazo al nueve de área para que éste ganase de fuerza y encontrase uno o a lo sumo dos goles, que eran más que suficiente porque el resto del equipo se encargaba de mantener la propia puerta en ceros. Se ponderaban las virtudes de la squadra que ganó el mundial del 82 gracias en gran parte al juego al borde del reglamento de la dupla Gentile-Scirea. Aún se recuerda con cariño a los azzurri campeones en 2006 donde los únicos goles concedidos fueron un autogol y un penalty gracias a la "garra" de Cannavaro, Materazzi y Gattuso. El catenaccio y sus derivados parecían ser sacrosantos. Pero hace tan sólo un semestre Cesare Prandelli se atrevió a ir en contra de ese orden establecido y cometer sacrilegio. Primera transgresión: en vez de la sólida línea de cuatro atrás, Prandelli puso tres centrales. Sí, es cierto, cuando no tenían el balón armaban una línea de cinco, pero el hecho de que no fuera una cosa monolítica ya implicaba un rompimiento con los canones. En vez de laterales tradicionales, la azzurra empleó dos carrileros capaces de ir y venir constantemente y entrenados para poner centros con precisión. En vez de estar agazapados en defensa, este par de jugadores eran de vocación ofensiva. Porque esta Italia (¡oh, segunda transgresión!) era una Italia que atacaba, que buscaba el gol. Tanto tiempo enemigos del segunda punta habilidoso y con gambeta, los italianos esta vez encontraron con que Cassano cumplía este rol a la perfección y fungía como socio ideal para el nueve de área, alto y fornido como los de antaño, pero en esta ocasión (tercera transgresión, esta tal vez la más terrible para los puristas de la "identidad" italiana) de piel oscura y rasgos africanos: Mario Balotelli. Y, en el medio de todo, orquestándolo todo, el gran Andrea Pirlo, dotado de una visión de juego y una gracia en el toque impecables, sin por ello dejar de cumplir funciones de marca cuando era requerido. Era irreconocible esta azzurra, pero irreconocible para bien. Se abrieron pasó hasta la final con un juego vistoso y efectivo a la vez. Sólo falló Prandelli en el último día, cuando un exceso de irreverencia y vocación ofensiva, alimentadas por la euforia de la victoria ante los alemanes, le llevó a dejar unos enormes boquetes en el medio del campo justo donde se paraban Xavi e Iniesta, en lugar de ubicar allí, a la vieja usanza italiana, a volantes recios como De Rossi o Thiago Motta. Pero, a pesar de haber dejado ir el título en el último momento, muchos coinciden en que la selección italiana fue la mejor de la Eurocopa 2012.
La moraleja de esta historia es clara. Si Italia fue capaz de dejar a un lado los esquemas con los que ganó campeonatos mundiales, se atrevió a jugar con otro estilo y obtuvo interesantes resultados de ello, ¿por qué no habríamos de ser flexibles nosotros, que no tenemos más que una Copa América ganada en casa? Además, nuestros principales jugadores se foguean a diario en Europa, donde la preparación física y los lineamientos tácticos difieren bastante de lo que se veía hace 20 años (y el 4-2-2-2 es una rareza). Si Pékerman propone jugar con un solo pivote, permitírselo. Si en lugar del típico enganche que, como dirían los españoles, "tira de repertorio", se apuesta por volantes de juego más vertical y técnico como James o Cuadrado, no empezar a quejarse. Pero, por supuesto, lo sucedido con Prandelli en la final de la Euro también nos recuerda que no hay que dar la espalda del todo a las fórmulas que se han trabajado en el pasado. El recurrir al toque en corto, considerado tan colombiano, puede ser bastante efectivo ante equipos que presionan arriba y buscar colmar todos los espacios. Reconocer las habilidades que ya trae el jugador colombiano es muy importante, porque pueden representar la ventaja competitiva en los momentos clave. Lo importante, en resumidas cuentas, es ser siempre flexibles, y saberse adaptar a las condiciones de cada partido, para evitar convertirse en equipo predecible. Apegarse a una postura con actitudes que bordean lo religioso termina siendo una soberana pendejada.
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