En días recientes hemos constatado cómo la crisis que afecta a Europa está exacerbando sentimientos nacionalistas no sólo a nivel de cada Estado miembro vigente, sino de regiones dentro de algunos de estos Estados. Como suele suceder con no pocos matrimonios, mientras se está en los gloriosos todo es paz y amor, y las diferencias que subyacen se suelen dejar de lado al ser mayores los beneficios, pero apenas surgen las dificultades, sobre todo las económicas, las diferencias empiezan a contar más hasta que se termina optando por el divorcio. Cabe echarle un vistazo a tres de estos casos: Cataluña en España, Escocia en el Reino Unido y Flandes en Bélgica.
En los tres casos hay un elemento en común con respecto al background del problema: se trata de uniones entre regiones disímiles, no sólo en lo geográfico sino también en lo cultural, bajo la figura de un monarca. España surgió como ente político a raíz del matrimonio de los Reyes Católicos, mientras Escocia se unió a Inglaterra bajo el viejo rey Jacobo para luego bajo Ana constituir el Reino Unido de Gran Bretaña. Flandes, por su parte, fue fusionada con Valonia en torno a la persona de Leopoldo I para fundar el Estado belga. Por ende, podría decirse que los países surgidos de estos tejemanejes de la nobleza son, en esencia, artificiales, impuestos. En el caso de Escocia y Cataluña existe el agravante adicional de la presión ejercida sobre ellas para renunciar a su cultura autóctona. Desde Madrid han partido varios intentos de convertir la lengua y tradiciones castellanas en las únicas válidas en el país ibérico, siendo la última vez bajo Franco. La injerencia de Londres en Escocia es de muy vieja data, remontándose a la Edad Media y los tiempos de Eduardo I, relatados someramente en la célebre película Braveheart. Los flamencos, por su parte, sufrieron durante todo el siglo XIX el estigma de ser considerados ciudadanos de segunda, ya que el francés era considerado, como en otras partes del continente, el idioma del gobierno y la diplomacia. Esto ha producido heridas muy profundas, resentimientos que ni siquiera gobiernos y constituciones más conciliadoras han podido aliviar. Son todos estos casos, pues, a su manera, experimentos fallidos de integración, hogueras que sólo estaban esperando ser avivadas por vientos de crisis.
Es fácil, entonces, comprender e incluso solidarizarse a estos pueblos que abogan por la secesión. Pero, ¿es conveniente seguir adelante con los afanes independentistas? Es preciso mirar, en primer lugar, el conjunto de Europa. Luego de haber sido durante siglos el centro del mundo, el Viejo Continente corre actualmente el riesgo de deslizarse hacia la irrelevancia. El eje de las relaciones internacionales y del comercio mundial se ha ido moviendo del Atlántico al Pacífico, al tener costas en éste último Estados Unidos, China y Japón, las tres mayores economías mundiales (en el ranking por PIB, hay que bajar hasta el cuarto lugar para encontrar un país europeo, Alemania). Pero si se toma la totalidad de la Unión Europea, su PIB supera incluso al de Estados Unidos. Esto prueba que Europa solamente permaneciendo unida puede superar los graves trastornos económicos que ha estado padeciendo y seguir siendo un actor relevante en la escena global. Cada Estado europeo, tomado por aparte, es insignificante. Así, pues, si de todo este agite surgen entes territoriales aún más pequeños, cuya incorporación al bloque europeo aún tiene zonas grises en lo jurídico, lo que vendría sería una mayor debilidad. ¿Qué peso puede tener Cataluña en el mundo? ¿Quién pondría atención a los intereses de Flandes? No estarían ni siquiera en capacidad de competir con naciones a las que Europa siempre miró por encima del hombro por considerarlos "subdesarrollados" y "poco civilizados", pero que han tenido tasas de crecimiento notables en los últimos años y que disponen, para potenciar su desarrollo, de una mayor variedad y cantidad de recursos naturales que la que tienen a la mano los vecinos de Gerona o Amberes. Un caso particular de este tipo de países son los llamados CIVETS (Colombia, Indonesia, Vietnam, Egipto, Turquía y Suráfrica).
Tal vez sería útil para catalanes, escoceses y flamencos, antes de precipitarse en el vacío de la incertidumbre post-secesión, que analizasen de cerca el modelo suizo. La vieja Confederación Helvética, de un tamaño que equivale a dos tercios de Antioquia pero donde se hablan cuatro idiomas y hay importantes diferencias culturales, ha sobrevivido durante más de 700 años apelando a una fórmula tan sencilla como efectiva: autonomía al extremo. El gobierno central no contempla la figura de un Jefe de Estado unipersonal con el que se corra el riesgo de personificar el dominio por parte de una región sobre las demás. En su lugar, existe un Consejo Federal elegido cada 4 años y donde la presidencia es rotativa, en una suerte de primus inter pares. Los cantones tienen plena autonomía en materias como impuestos, salud y educación. No existen, entonces, las transferencias en materia fiscal que tanto irritan a los catalanes. Y, lo más importante de todo, los derechos del ciudadano están garantizados y promovidos de tal manera que en Suiza se vive algo muy cercano a una verdadera democracia directa. Es rara la moción que no se aprueba por vías de un referendo. Así pues, todos quienes componen la nación tienen a la mano los canales para hacerse oír y respetar, previniéndose el riesgo de que las decisiones las atenace una élite que busque imponer su visión de país al resto.
España y Bélgica han montado regímenes de tipo federal en los que se ha otorgado mucha prerrogativa a las regiones, pero aún hay ciertos aspectos en los que las regiones se sienten maltratadas por la capital. El Reino Unido está aún más lejos a este respecto. Tomarse la libertad de migrar hacia una mayor autonomía en temas tan delicados como el tributario podría ser el gran remedio que acallara las voces que llaman a iniciar cuanto antes los trámites de divorcio.
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