jueves, 24 de diciembre de 2015

El leopardo y el camello

La guerra civil siria ha acaparado los titulares de los más importantes medios de comunicación mundiales, no sólo a raíz del carácter cruento de la misma (más de 200.000 muertos a la fecha) sino por las repercusiones que ha tenido internacionalmente, como las sucesivas oleadas de refugiados sirios que han llegado a Europa y los ataques terroristas que uno de los bandos involucrados, Daesh, ha perpetrado en lugares como París, Ankara, Beirut, la península del Sinaí y Túnez. A nivel político-militar, la atención ha estado centrada en la forma cómo las grandes potencias (Estados Unidos, Francia, Rusia, Reino Unido, China) se han ido involucrando gradualmente en este conflicto. Pero pocos han reparado en otra pugna que tiene tanto a la guerra civil siria como al conflicto que está teniendo lugar en Yemen como sus más cruentos escenarios. Sus protagonistas son dos potencias ya no globales, sino regionales. Para contextualizar esta pugna, es preciso remitirse al más antiguo de los conflictos que existen al interior del mundo musulmán.



Intentaré no aburrir con demasiados detalles. El asunto fue que, cuando murió Mahoma en 632, sobrevino la disputa por quién era su legítimo sucesor (khalifah en árabe, de donde viene nuestra palabra "califa"). Una facción consideraba que Alí, primo y yerno del profeta, había sido designado por Allah a través del profeta, al ser el único pariente masculino vivo y el primer converso al Islam. Pero no todos compartían esta posición, y Alí fue marginado. Sólo 25 años después, y en circunstancias apremiantes, accedió al califato, pero recibió una oposición tan feroz que se desencadenó la primera guerra civil entre musulmanes, y terminó asesinado en 661. Los hijos de Alí, Hassan y Hussein, también murieron violentamente y el principal líder de la rebelión, Muawiyah, fundó una nueva dinastía de califas, la omeya.


Sin embargo, un sector del Islam desconoció el liderazgo de los omeyas, y sólo aceptó como imanes ("líderes") a los miembros de la Ahl al-Bayt, la familia del profeta, es decir, Alí y sus descendientes. Hicieron de Hussein un mártir y del sitio de su muerte, en Kerbala (ciudad del actual Irak), su lugar más sagrado, trazando una línea divisoria que marcó para siempre la historia del Islam. Se declaron Shi'atu Alï, los seguidores de Alí, nombre que se abrevia como Shia, y cada uno de sus seguidores como Shi'i, que en castellano derivó en chií o chiíta. Por su parte, los que aceptaron a los omeyas se denominaron como respetuosos de la Sunnah ("tradición"). A estos los conocemos hoy en día como suníes o sunitas. Durante trece siglos y medio ambas facciones se han mirado con recelo, considerando a la contraparte como usurpadora de una tradición sagrada y por ende de los designios de Allah. Y, como es natural cuando se tienen guías espirituales distintos, hay variaciones entre las dos vertientes en materia de prácticas y dogma. Por ejemplo, los suníes tienen cinco pilares mientras los chiíes tienen en algunos casos siete y hasta diez, y la profesión de fe chií suele incluir una mención explìcita a Alí. Todo esto no hizo más que abrir la brecha y dificultar cada vez más la reconciliación, con consecuencias que han perdurado hasta impactar la geopolítica del siglo XXI.

Hoy en día, los chiíes apenas conforman entre un 10% y un 20% del total de la población musulmana mundial, pero, si sólo se toma en cuenta el Medio Oriente, esta cifra sube a alrededor del 36%. Son el grupo mayoritario en Irán (90%-95%), Irak (65%-70%), Azerbaiyán (65%-75%) y Bahréin (65%-75%), así como hay importantes poblaciones en Yemen (35%-45%), Líbano (45%-55%) y Kuwait (20-25%). Irán, cuyo animal nacional es el leopardo persa, es el núcleo de esta vertiente como consecuencia directa de la conversión forzosa del país por parte de los safávidas que gobernaban la zona en el siglo XVI. A esta característica se le suma el talante teocrático en su gobierno, desde el triunfo de la revolución liderada por Khomeini en 1979. Por otra parte, es el país más poderoso económicamente entre todos aquellos donde los seguidores de Alí son mayoría, ya que tiene el PIB número 19 del mundo, en buena parte a causa de su enorme producción de petróleo. Esta combinación de fervor religioso con fortaleza financiera ha llevado a Irán a considerarse a sí mismo como el campeón de los chiíes, velando por la protección de todas las comunidades de sus correligionarios en la región. Y, cuando en relaciones internacionales se habla de velar por protección, generalmente de lo que se trata realmente es de la creación de una esfera de influencia. En consecuencia, se ha desarrollado una política sistemática de incursión en los asuntos políticos de los Estados en los que hay una importante presencia chií. En Líbano han llegado incluso a financiar y respaldar un grupo ampliamente señalado como terrorista: Hezbollah.

Aquí entonces es donde entra Siria en el panorama, porque tanto Irán como Hezbollah están apoyando militarmente al presidente sirio, Bashar al-Assad, ya que este hace parte de la minoría chií del país. Su salida del poder podría llevar a un dominio suní del gobierno que convirtiera a los chíies en ciudadanos de segunda categoría, tal y como ocurrió en Irak bajo Saddam Hussein. En este último país, naturalmente, los iraníes también están brindando apoyo logístico y militar al actual gobierno de línea chií. En ambos países, la ayuda militar se está empleando para combatir a Daesh, bajo la premisa de evitar que éste forme un califato de clara orientación suní, trayendo los peores recuerdos de los días de la usurpación omeya. En cuanto a Yemen, el caso es que un gobierno legítimamente constituido de corte suní fue expulsado de la capital, Sana'a, por un grupo de rebeldes chiíes, los hutíes. La justificación que dan tanto Irán como los hutíes es que los suníes llevaban abusando durante décadas de la minoría chií y que hicieron oídos sordos a los múltiples pedidos de autonomía por parte de ésta última. Aquí, pues, vemos el doble rasero de Irán, al proteger en unos casos a la institucionalidad y en otros a grupos insurgentes. Y en todos estos escenarios ha chocado, tarde o temprano, con su gran rival regional, el campeón del mundo suní: Arabia Saudí.

El reino de los saudíes, cuyo animal nacional es el camello arábigo, surgió a mediados del siglo XVIII y desde ese momento sus dirigentes abrazaron una versión muy estricta del Islam suní, el wahabismo. Por ende, y a pesar de ser una monarquía y no una teocracia, posee una ley que sigue preceptos religiosos bastante rígidos, por lo que a las mujeres se les prohibe conducir un auto o ir a nadar (aunque hace unos días les permitió votar por fin). También existe una policía religiosa encargada de verificar que los fieles acudan a orar y en general cumplan los preceptos del wahabismo. Así, pues, existe allí un celo por preservar las "virtudes" similar al que se practica en Irán. Y, al igual que los iraníes, los saudíes producen ingentes cantidades de petróleo. De hecho, están aún mejor posicionados en la tabla de los mayores PIBs mundiales, ocupando la decimaquinta posición. Esto les ha permitido desarrollar un aparato militar importante y una capacidad de influir en otros países de la región con una posición menos fuerte. Aquí tenemos entonces nuevamente la combinación de un Islam patrocinado y reforzado desde el gobierno y una chequera gruesa como la receta perfecta para que una nación se crea la campeona de los fieles, en este caso del lado de la comunidad suní.

Siguiendo esta línea, los saudíes están apoyando  abiertamente a las diferentes fuerzas rebeldes de corte suní que luchan en rebelión contra el gobierno sirio (excepto a las muy radicales como Daesh o Jabhat al-Nusra, porque han amenazado a la monarquía saudí). De hecho se convocó una reunión con dichas fuerzas rebeldes en Riyadh hace poco, reunión que al parecer no terminó de la mejor manera, pero que puso de relieve el papel de sponsor de Arabia Saudí. La razón que se da para justificar este apoyo es el supuesto derecho de una población a defenderse del régimen autocrático de al-Assad que la ha violentado hasta el punto de atacarla con armas químicas. Si bien es cierto que el gobierno de Damasco ha cometido toda suerte de atropellos, lo que más incomoda a Riyadh es que en Siria siga gobernando un grupo chií. Darle las riendas del poder a la mayoría suní crearía un nuevo gobierno en la órbita saudí, y ese es el objetivo fundamental, del mismo modo que Irán busca proteger al gobierno de sus correligionarios en Irak. En Yemen, por ejemplo, a Arabia Saudí poco o nada le han preocupado las acusaciones que contra el gobierno esgrimieron los hutíes. Lo que realmente desvela al rey Salman es la pérdida de un Estado satélite justo en su frontera meridional, a tal punto que ha creado y liderado una coalición de una decena de países que están bombardeando día tras día objetivos en las zonas de Yemen controladas por hutíes (sin importar que los civiles estén llevando la peor parte o que el patrimonio arquitectónico de Sana'a esté en peligro de ser destruido).

Tanto los bandos que combaten en Siria como los protagonistas del conflicto yemení han empezado a hacer acercamientos para unos posibles acuerdos de paz, los primeros en Viena y los segundos en Ginebra. El futuro de los gobiernos y las instituciones de ambos países, así como el bienestar de sus pueblos, están en juego ahí. Los involucrados deben tener en cuenta múltiples factores, pero uno de los más críticos es vislumbrar que estos son conflictos que están imbuidos dentro de una gran pugna que lleva casi milenio y medio, que ha tenido un componente visceral de parte y parte y que no va a cesar con el silencio de los cañones. Garantizar el equilibro entre las dos grandes vertientes del Islam, manteniendo a raya las presiones excesivas del leopardo y el camello, es clave para estabilizar la región.

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